EN DEUDA, O UN AJUSTE DE CUENTAS, DE PAULA SIMONETTI
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Actualizado: hace 2 días

Berta Lucía Estrada
Crítica literaria
Debo confesar que siento una predilección especial por los libros que exorcizan la memoria de los padres. El primero de ellos, un libro fundador de la poesía castellana, lo leí en la universidad y nunca lo he olvidado; me refiero a Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique. No obstante, deseo referirme a obras más recientes cómo Yo sé por qué canta el pájaro enjaulado, el primer tomo de la autobiografía de Maya Angelou; o a la trilogía El laberinto del mundo; que agrupa Recordatorios, Archivos del Norte y ¿Qué? La eternidad, de Marguerite Yourcenar. O Apegos feroces, de Vivian Gornick. Y sobre todo, quiero recordar a Marie Nimier, la autora de La reina del silencio, cuando transcribe la carta que su padre Roger Nimier le envió a un amigo al día siguiente de su nacimiento:
“Nadine dio a luz ayer a una hija. Inmediatamente me fui al Sena para ahogarla y así nunca más oír hablar de ella”.
Esto, en cuanto a la literatura propiamente dicha. Ya que en las artes plásticas habría que nombrar La destrucción del padre, de Louise Bourgeois.
Y si traigo a colación este tema es porque acabo de leer En deuda, el poemario de Paula Simonetti, en el cual hace un ajuste de cuentas con el padre ausente. Más que un libro es una daga afilada en sus dos extremos que corta cada milímetro de la piel y de los sentidos. Es una lectura muy dolorosa; escrita en prosa poética y en párrafos cortos; lo que da como resultado que en cada uno de ellos se siente la caída ineluctable al abismo. No hay redes que atajen al lector ni a la poeta; sólo un viento frío que acelera la caída y que impide respirar.
“Se aprende, ¿sabés?, a caer”.
Los silencios sólo están dados entre uno y otro poema que conforman una especie de capítulos; como si en vez de un poemario se leyese una novela. En total son 28 capítulos que carecen de título.
La poeta no hace concesiones, desnuda la figura paterna y la expone en una vitrina donde los lectores pueden ver cada una de las cicatrices purulentas que cubren su cuerpo.
“Te sacabas las uñas para conservar la mezquindad. Tu propia piel hubieras comido para no darme de comer”.
Un cuerpo transparente que expone la frialdad y la distancia que le impuso a la hija con su abandono y su incapacidad para protegerla del acecho del hermano.
“Mi hermano entraba todo en aquel baño” / “Y si tu voz áspera hubiera dicho que no. Y si tu brazo más corto hubiera encendido la luz. No me hubiera roto bajo el peso de un hermano. No me hubiera enterado de su cuerpo de hombre de deseo animal.
Mi mundo hubiera sido
menos mudo”.
La niña/poeta, precisamente por ser poeta, tiene ese don de elevarse y mirar hacia abajo y ver como las personas de su entorno familiar se convierten en seres diminutos, ínfimos, como si fuesen insectos desprovistos de ese poder omnímodo con el que se revisten cuando se dicen “progenitores”. Ya no es la niña que mira hacia arriba sino la niña-mujer que crece desmesuradamente y que mira hacia abajo. Su sola mirada podría aplastar al que hasta hace sólo unos segundos la reducía a un objeto que se usa y luego se desecha.
“Me espantó dimensionar tu pequeñez. Te miré desde arriba, como nunca te había visto. Esa perspectiva te dejaba inofensivo y dócil. Observé la distancia que nos separaba. Por primera vez eras un hombre, como cualquiera”.
Esa visión, ese descubrimiento, esa caída de la divinidad -me refiero a ese falso concepto que a veces le damos a los padres- le abren su tercer ojo y la poeta observa que en realidad Él sólo es
“…una mancha
una cosita
un sonido electrónico confuso”.
Las manchas no tienen ojos, no ven, son ciegas; cuando hablan, lo hacen para sí mismas, ignoran la presencia del otro; no conocen los rostros ni saben identificar un gesto. Por eso la mancha finge interés en la hija, se sienta a su lado y le lee cuentos o narra
“… historias de los otros para no mirarme. ¿Me viste la cara alguna vez?”.
Él, ese padre que se creía omnímodo -y que sólo era un insecto, una mancha- sería incapaz de reconocer el rostro de su hija si se lo pusiesen delante o si le mostrasen una foto. Esa también es su caída, su propio vértigo, su propio tsunami, su propio derrumbe.
“Te demolieron. Vi tu sombra inmensa derrumbarse. Tuve tus escombros en las manos. Yo me quedé. Dijiste que pasarías a buscarme. Estoy acá ¿me oís?
Estoy acá”.
La ausencia, las promesas no cumplidas, las citas ignoradas, las estaciones que se suceden las unas a las otras sin que la espera ni la paciencia se agoten. Y cuando la presencia aparece, toma la forma de una pesadilla, de un ser espectral; que aún escondido en esas sombras, sin tiempo y sin espacio, es incapaz de mirar de frente a la hija que trata de recomponer sus pedazos como si fuese un rompecabezas.
“Tengo que volver a armarte cada vez. Las partes de tu cuerpo flotan sueltas en mis pesadillas. Tengo tu cara, pero no mira”.
La hija-poeta arma al padre de la nada; lo construye y luego lo deconstruye. Se lo mete en una oreja y se la pasa a la otra.
“Tus promesas iban de un lado a otro de la casa, locas como pajaritos encerrados. Las llevaba conmigo, en la oreja derecha. Cuando me cansabas, te cambiaba de oreja”.
La niña/poeta, la que ya no cabe por las puertas, la que atraviesa muros y salta de nube en nube, esperando la caída, sabe lo que es el miedo, el miedo a la ausencia sin fecha de caducidad.
“Me daba miedo ver cómo te ibas”.
También teme ser una tachadura en un cuaderno que se deja olvidado en cualquier tacho de basura.
“Me escribías al costado del cuaderno. Me tachabas”.
Y al borrarla, al tacharla, al ensuciarla más allá de lo indecible, pierde la capacidad de ver que la infancia de la niña/poeta se fue por el hueco que reemplazó a la antigua medalla que la acompañó en esa vida que la precedió antes de convertirse en adulta.
“¿Te acordás de aquella medallita? Flotaba en mi pecho contra todos los peligros. Me vería crecer. Me alentaría. Un dios secreto que colgaba en mi centro y suturaba mis heridas. Casi una compensación. Era mi responsabilidad. Me entretenía cuando te esperaba. De un lado a otro de mi boca. Un pedazo de metal era mi espera. ¿Y cuando la perdí? ¿Te acordás que en el medio de mi pecho no había nada? ¿Un hueco?
¿Supiste que detrás del hueco había crecido una mujer sin que la vieras?”.
Otra alusión a la caída, al abismo. Una caída infinita. Aunque cada vez es más rápida, más acelerada, más vertiginosa, jamás logra llegar al fondo. Como un Sísifo al revés.
El hambre y la sed crecen, se vuelven descomunales, aún así el progenitor, que ha perdido el rostro de padre -si alguna vez lo tuvo-, es incapaz de ofrecer un mendrugo de pan o un trago de agua. Por eso el hueco/herida horada la piel y carcome los músculos y los huesos; mientras la sangre, que podría calmar la sed, se evapora.
“Lo que empezabas a dar se deslizaba hacia adentro de esa herida. Lo acaparaba todo. Cada pedazo de pan que no ofrecías. No suturaba nunca, se agrandaba”.
El progenitor que no supo -o no quiso- ser padre, o que le fue imposible serlo, tampoco sabe que es ser casa, ni hogar, ni techo, ni refugio, ni guarida y menos cueva. Sólo es una lúgubre habitación de un hotel en ruinas; y aunque la niña/poeta no las nombre, el lector de este poemario/daga intuye como las cucarachas y roedores se suben por las paredes, por las cortinas raídas, sucias y malolientes. Las manchas que dejan se mezclan con las que deja su padre en cada pisada falsa.
“Nunca fuiste casa. Supiste ser hotel, hospital, bar, un parque ambiguo: mediodías de ternura, madrugadas de crueldad. Una vez fuiste muelle, piedra que podía ser un punto de partida pero era la evidencia de una destrucción”.
No obstante, la otrora niña, y ahora adulta/poeta, convierte su voz en refugio y su aliento en brasas ardientes que ahogan al frío del invierno.
“En mi casa móvil había siempre un lugar para vos”….”Podías flotar plácidamente sobre mí. Podías irte desprendiendo, primero un pie, luego una mano. Mecer tus restos, desordenarte así, volverte otro”. “tarde o temprano, lo roto busca a lo roto, el desecho al desecho. La niña supo hacer su magia entre fragmentos. Se manchó las manos. Tenía sentido. Ahora la mujer también los junta, los pone en una bolsa negra. Y en la noche espera que alguien se la lleve”.
La adulta/poeta arma el rompecabezas del progenitor/padre; y con cada pieza que ensambla, arma a su vez su propio rompecabezas. Las piezas se concatenan, se unen y terminan por ser un solo cuerpo; así el amor se confunda con compasión disfrazada de bondad.
Para terminar, quisiera decir que la lectura de este poemario, y sobre todo de otros trabajos de Paula Simonetti, esta inmensa poeta, me hacen pensar en Alejandra Pizarnik; así de importante es. Su voz tiene la fuerza de un tsunami, de un derrumbe, de un huracán; es una voz poderosa que rompe muchos postulados de la poesía. Sobre todo de una poesía que se ha vuelto facilista y que es repetida tanto por hombres como por mujeres como si fuese no un trabajo de buena factura sino una manufactura que sale de una máquina que trata de volver a la poesía bastante uniforme.
Berta Lucía Estrada Estrada
(Colombia, 1955) es escritora, ensayista, poeta, dramaturga, antologadora, crítica literaria y de arte. Es librepensadora, feminista, atea y defensora de la otredad. Ha publicado diez y seis libros, y con Floriano Martins ha escrito cuatro obras de teatro, dos novelas cortas y un poemario. Ha recibido seis premios de poesía.
Algunos de sus artículos y poemas han sido difundidos en las revistas Triplov (Portugal), Agulha Revista de Cultura (Brasil) y en publicaciones de la Universidade Estadual do Oeste do Paraná – UNIOESTE, Revista Acróbata (Brasil), Esteros (Uruguay), Revista Crear en Salamanca (España), Blanco Móvil (México), Nueva York Poetry Review, La otra (México), Altazor (Chile), AErea (Chile y España) y Aleph (Colombia). Varios de sus libros pueden leerse en versión integral y gratuita en la Colección Libros Imposibles de EntreTmas Revista Digital y Agulha Revista de Cultura.
Es colaboradora del espacio Palabra de Poeta del programa de radio “Pegando la Hebra”, dirigido por María Vicenta Porcar Pedro (Valencia-España), en el que también dirige el espacio Poliedros dedicado a entrevistas y a la presentación de libros.
Ha sido traducida al francés, portugués, rumano, griego, italiano e inglés.






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