No te mueras en palermo es un canto íntimo que rozaría lo hermético si no fuera por los vislumbres de añoranza que suelen remitirnos a la idea de que el poeta se ha inclinado por el murmullo de los sueños para comunicarse con los lectores: "¿Quién colgará chocolates en las dobladas ramas del ciprés? ¿Quién marcará mi frente con un beso tibio?". Existen joyas como "Ahí te encontraré..." o "La candela, el atardecer...”, entre otros, que convocan el pasado con un estilo que elude el camino fácil de la evocación. La voz de las prosas utiliza la fluidez surrealista y trasunta muchas veces la visión, las extrañezas y los afectos del niño desde su realidad, no desde el filtro del adulto. En este sentido, Melvyn Aguilar tuvo el afán de traducir mediante un lenguaje casi onírico los abismos y alegrías de ese mundo complejo que fue la infancia. Su voz poética parece un largo mantra para resucitar las fuentes de vida y belleza de ese ayer y de conjugar los muchos monstruos entrevistos —y vividos—, contra los cuales se afirma esta enigmática poesía. Guillermo Fernández. La infancia, gatillo y detonante de este conciso pero elocuente cuaderno poético, deviene articulador de una continuidad que evoca los pilares sobre los que se sostienen esos mecanismos mnemónicos que sirven de asidero y de abismo en la construcción de las subjetividades. En No te mueras en Palermo, la voz poética se mimetiza, con un lenguaje delirantemente vivencial, por momentos surreal y altamente exquisito, en ese pulular de memorias in crescendo, referentes de un "yo" que se vertebra a partir de la presencia de esos seres que funcionan como sostén, y que se desploma efecto de su ausencia. Infancia y adultez dialogan vorágine, angustia y derrumbe, en una suerte de imagen especular de la que nadie sale ileso y que redunda en ese "niño casi azul / gaseoso, fructuoso, genital y ensombrecido". Juana M. Ramos