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Platicando con...

Actualizado: 2 nov 2023

EntreTmas Revista Digital tiene en esta ocasión el agrado de presentarles a la escritora y docente uruguaya Laura Sabani.


Bueno, digamos que soy una persona que vive y sueña, escribe y enseña.


Escribo poesía y cuentos desde muy temprana edad. No obstante, es más lo que he eliminado que lo que he conservado. La mayoría de mi obra poética y narrativa se halla dispersa en antologías y revistas de diferentes países. En cuanto a mi trabajo ensayístico, he publicado artículos académicos en revistas especializadas en torno al tema de la novela decadente de fin de siécle y tengo un libro publicado sobre la teoría y práctica de la novela modernista en la obra de Carlos Reyles.

Estoy preparando una antología poética con poesías de antes y de ahora. Quiero acompañar esas poesías con ilustraciones que yo misma he realizado a lo largo de los años.


Cuento



“Daphne Guillermo”


Nadie podría contradecirme. Al fin y al cabo, los pocos que aún quedan han perdido la memoria, me han borrado de sus vidas y ahora soy libre de inventar mi futuro.

Me llamo Daphne. Sí, como escucha: Daph-ne, y no lo digo con ironía, aunque usted piense lo contrario y me mire con sorna los guindones y la barba de días. Cuando nací los médicos no sabían cómo catalogarme. Se rascaban el coco y discutían entre sí qué cosa hacer ante semejante portento. Así que, para lavarse las manos, le preguntaron a mi madre si prefería el rosa o el azul, como si a ella le importase en algo mi futuro, como si ella hubiese tenido la capacidad de decidir cuáles serían mis urgencias al llegar a la etapa madura en la que los senderos se bifurcan y hay que elegir quién ser para encajar con el entorno. De buena gana me hubiera dejado en aquella pocilga, al cuidado o mejor dicho al descuido de aquellas enfermeras que no tenían nada de enfermeras ni de monjas, aunque se hacían llamar irónicamente “hermanas de la caridad.” De no haber sido por el incendio que se desató tiempo después de haber nacido, seguramente hubiese crecido allí y me hubiese convertido con el tiempo en monja; sí, hubiese llegado a ser alguien en esta sociedad, aunque me habría costado sangre y lágrimas, eso lo doy por seguro. Los amantes de mi madre eran más amables que las monjas, por cierto, pero eso lo descubrí tiempo después estando de pupila en el mismo centro de caridad, pero entonces ubicado en la periferia, cerca del puerto donde trabajaba mi madre. Creo que por aquel tiempo me repartía donde cayera la noche, y sin avisar siquiera, y a mí me daba igual ser tratado como “ella” o ser el pibito de la Queca, total, era la carga que llevaba a cuestas y tanto daba dejar el bulto acá o guardarlo de tanto en tanto con las hermanitas. No me pusieron un nombre hasta que cumplí los cinco años. Había que hacerlo, dijo mamá, porque de alguna manera había que identificarme, darme un lugar en el mundo. Yo ni tomaba en cuenta sus explicaciones, porque cuando se refería a mí enfrente de alguien, siempre me tildaba de “eso.” No sé, o tal vez no me acuerdo, usted comprenderá que a mi edad…en fin, los recuerdos se me revuelven en la memoria y me cuesta bastante distinguir la realidad de la ficción, el recuerdo vivido y el soñado. Un buen día mi madre me dijo que había aparecido mi padre y que era mejor llevarme a vivir con él, pero que me tenía que vestir con pantalones y peinarme todos los días porque era él un hombre muy recio y no le gustaban las mariconadas. Yo asentí. Creo que tenía como nueve años, pero ya había empezado a comprender que no todo en la vida puede explicarse en términos binarios. Con las monjas había aprendido que el vicio tiene muchas caras y que la verdad no es más que otra máscara. Así fue como de un sopetón me vi sentado a una larga mesa, rodeado de chiquilines rubios y bien peinados que comían con cuchillo y tenedor. Todavía me duele del sopapo que me dio “mi padre” por untar el pan en un huevo frito y digo que me duele porque no me lo esperaba. Ese día aprendí lo que quiere decir “tener modales.” La mujer que se acostaba con mi padre era vieja y muy fea, gruñona como la que más, pero en cierto modo me entendía, o al menos, eso creí. No me hacía preguntas y a veces hasta me defendía de las cóleras inesperadas de mi padre. Una vez hasta me regaló un vestido, pero me pidió que no lo usara en público porque la mataba si mi padre se enteraba. Yo, que había aprendido en ese tiempo a asearme, no veía la hora de estrenarlo, pero eso nunca llegó a pasar. Uno de los chiquilines rubios me descubrió probándomelo frente a un espejo y le fue con el cuento a mi padre, quien esa misma noche me despachó descalzo, sin dejarme cenar siquiera y en vísperas de un temporal. Nunca más lo volví a ver. Años después me enteré de que se había ahorcado cuando se descubrió que la mujer con la que vivía no era tan mujer sino un hombre disfrazado. De los niños rubios, nunca supe más nada. Asumo que ya se han muerto o estarán por morir, ya que me llevaban unos cuantos años. Por mucho tiempo mi refugio fue el campo. Dormí bajo las estrellas, a resguardo de una piedra forrada de musgo. Usted pensará que estoy loca, pero esa fue la mejor época de mi vida. La mejor, porque lo que vino después ya no se puede llamar vida.

Ahora que me voy a morir, quiero tener un entierro digno, sí, digno de mí, quiero que me entierren en esta caja que compré ahorrando peso por peso durante años y que me pongan esta lápida con mis dos nombres: Daphne-Guillermo, porque, aunque a usted le parezca absurdo, yo soy Daphne y soy Guillermo a la vez. ¡Ah!, también quiero comprar ese jarrón de granito porque yo sé que alguna vez alguien vendrá a traerme una flor.

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