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El nuevo vecino

 

​​

Tomó el control remoto, apretó el botón y ella cerró los ojos inmediatamente. “Buena chica”, pensó. Todo a su alrededor estaba a oscuras. La sala quedó en un silencio que lo ahogaba, sintió cierta tensión en la mandíbula, de pronto se descubrió mirando hacia la ventana que filtraba ruidos lejanos del tráfico y de la vida que acaecía a muy poca distancia: una bocina, llantas en fricción, el rumor de la calle, algo que parecía voces o signos de vida y que distaba mucho de su existir últimamente.

La noche anterior había tenido la necesidad de salir a respirar un poco de aire y no lo hizo. Contempló el ventanal. Las luces de la ciudad brillaban a lo lejos a través del vidrio, el Hudson la reflejaba como un garabato de colores. Se acercó tocó el vidrio por unos instantes y luego cerró las cortinas. Avanzó unos pasos hacia el perchero, no tuvo ganas de encender la luz.  Agarró la chaqueta y se la puso mientras las llaves sonaban entre sus dedos.  Se dijo a sí mismo que solamente iba a caminar alrededor del edificio, sin alejarse, sin salir de la zona como otras veces, solo darse un respiro de tanta reclusión. Tal vez llegar hasta el mirador nuevo que habían inaugurado cerca a la entrada del centro comercial.  Salió de su departamento, sus pasos sonaron opacos por el pasadizo alfombrado, no había nadie cerca al elevador y eso le dio cierto alivio: ingresó, apretó el botón del lobby, mientras la puerta de metal se cerraba frente a él.  Sintió rechazo hacia un reflejo difuso de su rostro, bajó la mirada y vio dos manchas en el piso, a Almarie esos detalles le molestaban. Se imaginó tenerla al lado y su hilera de comentarios acerca del personal de mantenimiento. Trató de hallar en su imaginación el tono exacto de su voz hasta que la campanilla del elevador le avisó que ya tenía que bajarse. 

Su intención fue seguramente avanzar y mirar hacia la ciudad que brillaba a lo lejos, distraerse, sentirse un ser normal, pero de pronto volvió cierta tensión en la mandíbula, los brazos también estaban tensos. Cambió la luz del semáforo y el verde lo invitó a cruzar la pista, entonces se encontró caminando por la avenida y sabía bien hacia donde iba, mientras apretaba poco a poco los puños. Las luces de los autos le iluminaban la cara como ráfagas y el viento le enfriaba el cuello. Llevaba la billetera en el bolsillo derecho y algunas monedas en el izquierdo, podía sentir el tintinear ligero mientras sus pasos lo acercaban hacia la calle que ya conocía.

Cuando llegó a la tienda abrió la puerta sin pensar. Una campanilla anunció su presencia. La cara triangular del oriental le sonrió desde la caja, sus miradas se cruzaron por un instante, hizo un amago de saludo y la puerta sonó nuevamente, volteó a mirar, otra persona ingresaba tal vez con la misma tensión con la que él lo había hecho, vio al nuevo visitante escabullirse por el corredor extremo donde se alineaban los Captain Morgan y similares; más allá, cerca al vodka, una mujer ordenaba las botellas o las limpiaba, no quiso ver más. Se dirigió hacia el corredor que ya conocía, no tenía necesidad de disimular, tomó dos de las de siempre y fue hacia la caja, pagó los 10 centavos extra por una bolsa de papel y salió con su paquete a la calle.

En su camino de regreso se sentía alguien distinto, pensó que solo ese elemento podría cambiar las cosas. Cualquiera que lo viera caminando con la bolsa entre sus manos, pensaría que llegaba del supermercado con la compra de la semana. Se imaginó que era uno de esos personajes bonachones de las películas que veía su madre, un padre modelo que compraba la leche, los huevos, yogurt de colores para los niños y bombones para su esposa. Estaba ensimismado en aquello cuando se dio cuenta de que sus pasos lo habían llevado inconscientemente cerca al edificio de Almarie. Ella podría estar ahí en la puerta, despidiéndose de su nueva pareja, como sucedió la última vez, recuerda los ojos de ella, azules y helados. Él había pasado por ahí sin saber por qué. Entonces se juró no regresar a esa calle, pero nuevamente estaba ahí. Había que cambiar de ruta, pensó, dar la vuelta y seguir hacia la avenida. Las botellas sonaron, ella solía enojarse cuando él llegaba del trabajo y tintineaban las botellas en la bolsa; él podría haber pasado todas esas situaciones en silencio, con el vaso medio lleno o lleno hasta olvidar, pero los ojos azules de Almarie le daban cierta tensión a su cuerpo, no podía dejar de contestarle algo, lo que fuera, para enojarla. Ese tintineo siempre fue uno de los detonantes.

Dio la vuelta y caminó hacia la avenida. Cuando conoció a Almarie le gustó mucho el sonido de su voz y el color de sus ojos, nunca supo bien lo que ella vio en él. Ella decía que su forma de tratarla, el sentido del humor, etc. Pero todo eso le sonaba como cierta explicación banal, tal vez a Almarie solamente le gustaba el sexo y adornaba toda esa relación con la idealización de la pareja, porque él no se sentía ni lleno de humor, ni que la trataba tan bien como él quisiera. Sí, la quería, había tranquilidad en tenerla al lado, pero las peleas que al inicio fueron simples malentendidos, de pronto se volvieron una costumbre extraña, por parte de él, una necesidad en notar como los ojos azules se volvían dos pedazos de hielo, entonces ya no era la hermosa Almarie sino un ser que respondía filudamente a cada palabra que él lanzaba para protegerse.  Las últimas veces gritaron tanto y se insultaron a gritos, que hasta la vecina del piso de abajo se quejó.

 

Sus pasos apenas se distinguían contra el sonido de la avenida. Caminó mientras la bolsa escondía el tintineo entre sus brazos. El camino de regreso se le hizo pesado e incómodo, no que no le gustara caminar, pero le molestaba estar en la calle a la vista de todos los demás. No importaba que ya estuviera oscuro, pero cada vez que le daba la luz de los reflectores de los autos, sentía una desnudez, como si las luces fueran rayos-x que escaneaban su cuerpo y el contenido de su posesión para enseñárselo a quienes, así como él, transitaban por la avenida. Esa ruta que lo alejaba de Almarie le parecía un rasguño. Sintió un alivio al vislumbrar el edificio donde ahora vivía.

Ingresó al lobby con miedo de encontrar a algún vecino. Su tío le había dejado usar el departamento hasta que pudiera hallar un buen trabajo, pero no mujeres ni alcohol, no escándalos. Él lo había intentado, la única mujer a quien podría haber dejado entrar hubiera sido Almarie, pero ella ya le había enviado una demanda de divorcio a casa de su madre. Almarie no sabía que él no vivía tan lejos. Almarie no quería saber nada de él. Los nuevos vecinos... Él no quería conocer a nadie, quería vivir y languidecer en su departamento hasta que algo más suceda. Pero era inevitable, había que tomar el ascensor, había que caminar por el lobby.  La última vez se encontró con la pareja joven que vive al lado de su departamento. Fue bochornoso. Había salido por la necesidad y sus ojos estaban rojos seguramente, sus pantalones manchados tal vez, su aliento, ni qué decir. La parejita lo miró y lo saludó, pero seguro que ya habría chismes. Él trataba de que nada se supiera, pero vivir en un edificio es siempre perder un poco de privacidad. Lo mismo sucedió cuando la ordenó. Estuvo semanas pensándolo y cuando finalmente lo hizo empezó a temer en que alguien se diera cuenta. El catálogo en línea le permitió ordenar el mismo color de ojos, de cabello, las medidas perfectas.  Decía además que el paquete era muy discreto, así fue, parecía un gran cuadrado, sin más señas que la dirección. Pero aun así, el paquete había llegado al cuarto que el edificio tiene para el correo, todos lo habrían visto, todos se habrían preguntado qué sería.

No necesitó gran esfuerzo para armarla. Las partes divididas anatómicamente encajaban de una forma natural. En un momento tuvo una sensación extraña, como la de uno de esos descuartizadores: una pierna, un brazo, una cabeza, un torso…La había comprado por los ojos, esos ojos fríos y parecidos a los de Almarie. No fue difícil hacerla funcionar, un control remoto la hacía más humana. Era anatómicamente correcta, podía abrir los ojos y la boca podía hacer cierta forma de succión. El torso también se movía y era lo que prometía. Un botón para el volumen le permitía jugar con los ojos cerrados. La primera vez se acabó una botella, encendió el control remoto y se la llevó a la cama.

 

•••

Las botellas en su bolsa de papel suenan, el lobby está vacío. Aprieta el botón del ascensor y no hay nadie, ingresa. Justo cuando van a cerrarse las puertas escucha el grito de la mujer, su mano regordeta detiene las hojas de metal y entra cargada de bolsas, nunca la ha visto. Se saludan. Va a su mismo piso. La mujer tiene un aroma a lavanda o algo parecido. Lo mira con curiosidad. Él mira hacia el techo. En un momento le dice: ¿Es usted Mr H…? ¿El nuevo vecino?   Él la mira, desconfiado y asiente. El ascensor se le hace muy lento. La mujer se presenta, vive con su marido en el departamento esquinero, el más grande del piso. Y habla sin parar, como una máquina, habla, habla y habla. Él entiende algo acerca de una reunión el siguiente domingo, de la junta de vecinos y otras cosas que ni le interesan. Aún le faltan tres pisos más y la mujer no deja de pronunciar palabras, le pregunta, le comenta y él solo asiente, mientras quisiera pensar que hay un control remoto para cerrarle la boca. Se abren las puertas y mientras él se aleja, la mujer le dice: ¡Y lleve también a su esposa!

Camina por el pasadizo, llega a su puerta. El llavero tintinea mientras él abre. Las botellas chocan entre sí. La oscuridad de su pieza lo abraza. Deja la bolsa de papel en el suelo, busca a tientas el control remoto en la mesa, aprieta el botón. Un par de ojos fríos iluminan un breve espacio del lugar. La había dejado desnuda en el sillón y allí se quedó. “Buena chica”, susurra. Enciende la música y busca una botella.

 

Beata Beatrix

Vuelve hacia mí tu labio purpurino

                                                                                               que ríe lo silencios del destino”.

                                                                                                                       J. M. Eguren

1

 

Aprendieron con demora, a intervalos de tiempo. Aprendieron en la noche con garúa, en los días neblinosos de Lima. Sus recuerdos se entrelazaron con vientos fuertes que arrastraban polvo, cielos grises y veredas del mismo color.  Ambos de la mano, ambos siempre de la mano. La ciudad era siniestra en los noventa, era una zona de sospechas, una zona de guerra, una zona extraña y ajena para siquiera caminar sin miedo. Ellos escapaban toda norma, toda prohibición, se amaban hasta el hartazgo y se necesitaban en la distancia. Sus nostalgias se escondían entre los árboles sin fruto, esos de troncos arrugados, esos que mostraban garabatos hendidos y cicatrices. Sus memorias recuerdan solo esas partes, como si el pasado entero hubiera sido solo retazos, como si en los demás momentos no hubieran vivido, y como si las palabras tampoco hubieran existido, solo las escenas recortadas como en los avances de las películas, para recordarlas y quedarse con la incógnita del qué pasó después. La pregunta sin respuesta porque ninguno la recordaba, porque si se hubieran puesto a pensarlo bien, los recuerdos no existían. Si se hubieran dado el trabajo de recordar una facción real, un olor, cualquier cosa: las señoras que los miraban de soslayo cuando se besaban, el color de las puertas de los hostales, la forma de los árboles, la ropa que vestían, el número de cuadras que caminaban, etc. Se hubieran dado cuenta. En los recuerdos solo había una constante donde existían ellos dos sin voz, sin cara. Los recuerdos no eran más que aromas, historias pequeñas que los relacionaban en un túnel temporal, un sentimiento de placer o de hastío, solo eso. Todo lo demás ya había pasado, y era un misterio.

2

Al parabrisas caen gotas redondas, pesadas. No parecen gotas limeñas, esa imitación barata de la lluvia. Él sonríe, no se ha movido de su sitio tras el volante y, ante él, el agua baja por el vidrio, la ciudad se desfigura como si fuera una composición de Kandisnky, pero sin color: Las rectas retorcidas y las manchas de colores verde-gris, celestre-gris, blanco-gris. Recuerda cuando empezó el proyecto, lo más importante era el color, darle una nueva visión a la ciudad, sacarla de la neblina. Arturo Alva fue el arquitecto que más entendió su necesidad de color. Se habían encontrado semanas antes en aquel bar para conversar fuera de la oficina, sabía muy bien que Alva era un hombre ambicioso, le sorprendió saber que eran casi de la misma edad y hasta tenían cierto parecido. El negocio se iba a dar, su proyecto iba a pasar todas las trabas. Solo el nombre, le había susurrado Alva luego del segundo whiskey, eso de Beatrix no me suena, hay que buscar un nombre más potente, hasta señorial, algo así como “El Mariscal”, “Los Reyes” o mejor aún “Portales del Conquistador”, eso le gusta a la clientela.  Aquella noche tomó más de lo acostumbrado y no tuvo mejor idea que manejar hacia la puerta de la casa, así como lo ha hecho hoy. El valor, sin embargo, le es esquivo, no va a poder acercarse a la puerta. Como siempre, se quedará a esperar a que ella salga.

La lluvia ha muerto, al final ha podido resistir solo unos pocos minutos: el cielo irrumpe en tonalidades violeta. Siempre va a ser lo mismo. Ellos también disfrutaban del sunset, iban de la mano hacia La Punta o a la pera del amor. El viento los envolvía. Él la recuerda a ella disfrutando esos momentos. Sí, la recuerda, o tal vez se lo ha inventado.

El tiempo lo cambia todo. Por ejemplo, la fachada de la casa de su amada ahora es blanca, blanco humo, ese blanco tan mimetizado. Las rejas negras son parecidas al recuerdo que tiene de la madre, esa señorona de sonrisa dura, esa señora de ojos inmensos y escrutadores. Una mujer que nunca lo quiso, que ni siquiera tuvo la voluntad de conocerlo o conversarle. A esa señora solo le interesaba lo exterior: ropa, gestos, apellido, nivel de pulcritud… como él no poseía nada de lo anterior, entonces era el monstruo…La primera vez que fue a buscarla era un cachimbo, la cabeza recién rapada por haber ingresado a la universidad, pensó que aquello iba a mover la curiosidad de la mujer, pero ella ni lo miró, solo le dijo a su hija que ya tenían un compromiso, así que no se entretenga con el amiguito. “Igual me escapo más tarde…” Le había dicho ella, con el cabello largo moviéndose en ondas, la mirada que hablaba de días de sol. Recuerda que esa vez se tocaron los dedos y le susurró algo en el oído.  Ahora, detrás del volante de su auto, podría seguir pescando recuerdos hasta que amanezca, pero ahora existen los celulares, el suyo recibe un mensaje del arquitecto Alva, lo que esperaba, el proyecto ganó la licitación:

 

Buenas noticias Arquitecto Chávez, lo veo en mi casa hoy 8:30 pm.

 

3

Fumabas para no dormir. Aún puedo cerrar los ojos y verte con la cajetilla en la mano. Tus manos de aprendiz de arquitecto, el humo haciendo piruetas desde tu boca, tu mirada hacia algún punto del cielorraso, así te recuerdo. Cuando hacíamos el amor me llamabas Beata Beatrix, porque orgásmica, me transfiguraba como el cuadro de Rosetti. Aun puedo sentir el aroma a tabaco, me sorprende, pero luego me doy con que no es mi sensación, un hombre fuma en la otra mesa, se ríe con su amigo, hablan de fútbol. A mí no me gustaba que fumaras, pero luego terminábamos fumando ambos en la cama, jóvenes y desnudos, recuerdo haber pasado mi mano pequeña por tu pecho lampiño, recuerdo haber reído por los chistes que me contabas, pero ni siquiera recuerdo de qué iban. Recuerdo que fui feliz. Mi madre seguramente olía mi ropa, mi cabello, observaba el color de mis dientes, el cansancio de mi piel, no sé, pero me decía constantemente que yo no estaba para salir con adictos… “pero solo es tabaco…” “Hoy es tabaco, mañana será marihuana, pasado será pbc, ese monstruo, a ti te viene con el cuento de que estudia, pero ese va a ser un don nadie y tú a su lado…”.

Arturo no fuma. “Él es tu hombre ideal, hija” Arturo se levanta temprano, me da un beso en automático, se ducha y se va al gimnasio, luego seguramente a la oficina y ya no lo veo hasta cuando anochece. A veces, como hoy, me cita en el restaurante cerca de su oficina. Lo estoy esperando mientras los pajaritos cantan en un árbol cerca a la vereda. Los hombres de la mesa de al lado siguen hablando de futbol y se ríen. Me pregunto si tú sigues fumando, si hablas de futbol, si tienes una esposa, si alguna vez regresaste a Lima, o si tu vida transcurre lejos, muy lejos. Tenías ganas de cambiarle el color a la ciudad, recuerdo. ¿Dónde quedaron tus ganas, Rafael?

 

4

Ella debe estar en esa casa, piensa. Ella debe seguir junto a su madre. No tenían amigos en común y no hay forma de encontrarla en redes sociales. Debe ser aún la sombra de la madre. Ha estado varios días parqueado en su calle, ha esperado en silencio, no se ha atrevido a tocar. Un panadero hace sonar su bocina. La madre debe salir en cualquier momento, o tal vez ella, entonces sí saldría del auto. Quince años, Beata Beatrix, quince años.

 

5

La primera vez sentí que tú y Arturo se parecían en algo. El recuerdo fue engañoso:  los ojos más grandes, las gafas más elegantes, la voz menos profunda. Durante meses y luego años esperé por tus cartas, pero nada. Sospechaba de mi madre, ella se levantaba temprano y era la primera en hablar con el cartero. El tiempo pasó y Arturo creció en importancia. Tal vez me acostumbré, no sé qué sucedió, dejé que la vida me llevara. Mi madre, feliz, ya no necesitaría esforzarme más en buscar trabajo. Arturo es arquitecto como tú, pero ahora sé muy bien que no es como tú. Yo tampoco soy la que solía ser. Luego de que naciera mi primer hijo, decidí cortarme el cabello que tanto te gustaba, me lo teñí, además, me volví otra mujer, la mujer de Arturo.  Grande fue mi sorpresa cuando un día mi marido me cuenta del proyecto Beatrix del arquitecto Chávez, supe que eras tú, tenías que ser tú.  Y Arturo ha dicho que hoy vienes a casa, a las 8:30, mesa para 3, me dice, me habla del proyecto, de los nombres, de no sé qué más. Yo solo sé que tú vienes y no sé cómo me verás. Me voy al espejo y no me reconozco, me lavo la cara, me la maquillo, me vuelvo a quitar el maquillaje, nada, yo ya no existo. ¿Existirás?

 

6

Alguien ha salido, no es ella. La madre ha envejecido y ha engordado más. Avanza lentamente hacia el panadero y mira con desgano hacia su auto. No, no lo ha reconocido, el monstruo que ella recuerda no usaría traje y corbata, no estaría en un auto.  La señora paga al panadero, coge su bolsa de pan y vuelve a entrar a la casa. Nunca saldrá, piensa él. Cada tarde ha estado haciendo lo mismo, ha soportado los amagos de garúa, ha observado los mismos movimientos, ha reconocido a los vecinos, a los que eran niños; nadie lo ha reconocido a él. Tal vez tenga suerte otro día, tal vez llegar más temprano, tal vez ella salga con sus cabellos al aire, Beata Beatrix…

7

Los niños, Arturo ha ordenado que se acuesten temprano. Recuerdo la vez que creímos que nos había fallado el método y yo estaba embarazada, fue una semana terrible, el miedo al llegar a casa y de mirar a mi madre, la necesidad de estar a tu lado, en un momento creí que me ibas a pedir que me escapara de casa y me fuera a vivir contigo, pero nada de eso sucedió. Finalmente, ya libres de todo miedo, yo me quedé con un vacío, al poco tiempo te fuiste a estudiar al extranjero, todo sucedió muy rápido.

Sonó el timbre. Algo, no solo el corazón, se me movió adentro.  Avancé hacia la entrada, me miré de reojo en el espejo inmenso de la antesala, y mi miedo empezó a hablarme: “No soy yo, quién soy entonces, si ya no soy yo”. Arturo me dijo que él abriría y entonces te vi en la puerta, llevabas una caja con algún licor para tu anfitrión. Ambos se abrazaron para celebrar el triunfo, al final Arturo me miró y dijo: “Mi esposa”, y tú me diste la mano, pero ni me viste. Y no pude decirte nada, absolutamente nada. ¿Cómo explicarle luego a Arturo todo lo demás? Ustedes avanzaron a su despacho y hablaron de no sé qué Portales, y se alejaron. La chica que me ayuda me preguntó si ya íbamos a servir la cena, pero yo le dije algo que ni yo misma entendí y volví a mirarme en el espejo.

La cena fue insoportable. Nunca me miraste de frente, solo hablabas con Arturo y cosas del trabajo, yo estaba de más y lo sabía. Al terminar, no aguanté más y pedí permiso para retirarme. Ambos se pusieron de pie: misma talla, mismo ademán. Me diste la mano y seguiste conversando con Arturo. Yo salí silenciosamente. Levanté un pie, otro pie, delicadamente con charm, sin mucho esfuerzo. Subí al segundo piso y me perdí en el laberinto de sombras. Una lágrima corrió sin destruir mi maquillaje, luego llegaron las demás.

 

8

A Rafael, la esposa del arquitecto Alva le recordó a alguien. Una mujer medio rechoncha por la maternidad, el cabello teñido, la mirada medio arrogante que lo incomodaba. Sentía que ella lo miraba constantemente.  Ya durante la cena una mueca de ella le hizo acordar:  Sí, yo he visto esa mirada antes. Era de esperarse, ese tipo de mujer se repite…ja… Después, cuando ella pidió permiso para retirarse, la pudo ver mejor y le causó gracia.  Se la imaginó comprando pan en unos diez años más, será idéntica, pensó, quiso reírse y aprovechó un chiste sin gracia del arquitecto Alva… Esa señorona dura, esa señora de ojos inmensos y escrutadores.

Al día siguiente, el crepúsculo lo encontró otra vez ante la casa de rejas. Algún día va a salir, pensaba, mientras el cielo tornaba de azul a violeta. Algún día va a salir, porque siempre lo hacía. La señorona dura decía que no, las puertas se cerraban, pero ella al final siempre buscaba la forma de escapar.

Las gotas empezaron a caer, se habituó a ellas. Triste garúa, esa imitación barata de la lluvia.

 

Brahms, nuevamente

Aunque en realidad Heinrich nunca lo supo, se le ocurrió que siempre había sabido que lo encontraría junto al “Erizo Rojo”.

Esta vez sí era él, pensó al observar sus manos cuando le alcanzaron el periódico. La situación, sin embargo, era distinta. Los dedos delicados y llenos de pliegues no acariciaban los teclados de un piano de cola, ni escribían con pluma fuente, sino que se limitaban a contar, entre mugre y escupitajos, el vuelto que luego le alcanzaría sin siquiera mirarlo. Heinrich no supo qué hacer. El corazón le palpitaba fuertemente y había empezado a sudar. Desde el “Erizo Rojo” salían voces y música insolente a sus oídos. Era el único hombre con sombrero parado en esa esquina polvorienta y la emoción le había hecho olvidar dónde había estacionado el auto.  El periodiquero volvió a escupir mojándose la barba, alzó los ojos para observarlo. Heinrich también miró, “es él”, el sonido de su voz interior le estremeció el cuerpo.  Las pupilas del periodiquero eran azules. “Es él, ya no hay duda”. El humo denso del escape de un autobús lo hizo carraspear un poco. Heinrich cruzó la pista. Su automóvil estaba estacionado a dos cuadras. El ruido de la calle era casi insoportable, pero esta vez, él solo podía oír los violines de la danza húngara #1

Al llegar a casa, eran casi las cinco de la tarde. Su primera reacción fue contárselo a Clara, pero se contuvo. Sabía muy bien que esos ojos fríos de su mujer no le dirían nada, mientras su boca repetiría las mismas frases sobre su “absurda obsesión”, que lo complicaba todo y le hacía bajar la mirada, o tal vez perderla entre los narcisos que siempre asomaban al ventanal de la sala.  Se encerró en su estudio. El aroma a madera del enchapado y de los muebles le llenó los pulmones. Colgó el sombrero en el perchero y su vista fue directamente al libro abierto sobre el escritorio, una litografía de Johannes Brahms lo miraba desde la página derecha, “…los ojos azules…la barba…”. Se quitó el abrigo y también lo colgó. “Esta vez sí es él…” Afuera, Clara ya había empezado a tocar el piano, podía escuchar con claridad el cuarto movimiento del concierto #2 para piano (su preferido). Heinrich se sentó en el escritorio, el sonido traspasaba paredes, ventanas, cerraduras, y le llegaba como el gotear de un líquido sobre el cristal. “Lo sé, no puedo equivocarme, es él…”. Su vista se dio contra sus manuscritos de música posromántica y sus otros manuscritos que aún no encontraban editor. “…Y no me sorprendió su actitud, siempre fue hosco…”. Y el piano seguía, Clara llegaba a lo mismo todas las veces que tocaba esa pieza, poseída de un espíritu exaltado, tocaba más fuerte y rápido el piano. “…Y yo debo sacarlo de ahí, yo debo…” Entonces Heinrich lo notó, pero sus piernas se enderezaron y él salió sin tomar su sombrero, la música del piano fue alejándose hasta desaparecer. En minutos ya estaba tras el volante y se dirigía al mismo lugar.

—Johannes…— El hombre alzó la cara, la barba canosa cubría casi por completo sus mejillas.

—¿Cómo? ¿Halls?... No, se me han acabado, caballero, tal vez en la otra esquina… — El hombre perdió su vista en los periódicos. Empezó a tararear desentonado.

— Deseo… esa revisa y esos caramelos de limón — Le alcanzó el dinero con la mano temblorosa.

El periodiquero le dio la compra en una bolsa de plástico y aprovechó para escupir al piso. La música y las voces del Erizo Rojo eran cada vez más fuertes.

—Viene mucha gente por aquí, ¿no? Debe ser muy buen negocio el suyo.

— Mmm, no tanto…(los ojos azules lo miraron). ¿Desea algo más?

“Es él, es él…”. Aceleraba el auto con el sabor cítrico de los caramelos en su boca.  “Clara, te juraría que es él”.  El camino a casa le pareció más largo esta vez.

 

***

 

—¿Y cómo puedes estar tan seguro? — Clara dejó de ejercitar sus dedos en el piano y lo miró con sus ojos inmensos, su cuello largo se estiraba aún más.

—Si tú lo vieras… ¡Es perfecto!

—¡Por dios, Heinrich, entra en razón! ¡Basta de sueños imposibles! ¡No! Nada de “Clara, Clara…” Y lo puedes hallar en cualquier libro, en cualquier biografía suya. ¡La historia terminó en 1897! Se murió, compréndelo, se murió. Y no más réplicas porque llamo al Dr. Trahn, ya lo sabes… ¡Y no hablemos más del asunto!

 

***

 

Los ojos azules observaron la sala sin poder disimular la codicia. El lugar tenía calefacción. Era una sala grande, atiborrada de muebles elegantes, una infinidad de adornos de bronce y cerámica blanca brillaban bajo la luz de un inmenso candelabro tipo araña, que colgaba del techo como si fuera un sinfín de brillantes. Casi al fondo de la pieza había un piano inmenso. Heinrich lo llevó hacia él. El hombre temió ensuciar la alfombra, pensó que sería delicado caminar de puntillas, carraspeó.

—¿Lo recuerda Ud.? — La mirada del hombre dio una vuelta por sillones y óleos, pensó que se mareaba, pero su vista se detuvo al darse con el dedo de Heinrich que señalaba un busto de Beethoven.

— De veras, no… ¿Será alguien que conozco? —  Heinrich no pareció escucharlo, su índice ahora señalaba un cuadro en marco de madera.

— Es una réplica del pastel de Michalek. ¿No le parece a Ud. perfecta? Logró captar esa expresión tan suya…

Esta vez fue el hombre quien no respondió, se quedó absorto, miró al cuadro con una mezcla de respeto y miedo, lo miró tal vez como un espejo, luego carraspeó. Estuvo a punto de escupir sobre la alfombra, pero se contuvo.

— Todo esto es medio raro… ¿No se habrá olvidado de la tacita de chocolate?

— Oh, no, no… siéntese, siéntese. Ya pedí que se la traigan, señor….

El hombre no lo escuchó, sus ojos observaban nuevamente el pastel de Michalek. Heinrich miró el reloj. Eran casi las cinco. Clara estaría por bajar.

— Y dígame, hm… ¿Hace tiempo que tiene ese… digamos… esa ocupación?

El hombre sonrió, alzó las manos con las palmas extendidas.

— Uuuy, sí, fíjese, toda mi vida.

— Ya veo, ya, ya… toda su vida.

Heinrich se llevó la punta de su índice hacia la barbilla y miró hacia el cielorraso.

— Espéreme un minuto, señor… Voy a ver por qué demora su chocolate.

El hombre tomó asiento en un sillón blanco y suave. Su vista se paseó por cada pequeño espacio, un ligero aroma a antigüedad le ingresó por la nariz hasta casi hacerlo toser.  Se tocó la barba.

— ¿Quién es usted?

El hombre se levantó de inmediato y sin querer elevó la pequeña alfombra con las puntas de sus zapatos. Los ojos fríos de la mujer lo dejaron estático, balbuceó varias cosas a la vez, quiso explicarle, pero ella ya se iba acercando.

 

***

 

La garúa había empañado el parabrisas y las plumillas no podían contra tanta humedad.

— ¿Qué creíste que te iba a decir?... ¿Que salió de Europa solo para que lo encontraras? ¿Eso crees acaso?

— Tú no me entiendes, Clara, está bien, fue un error, pero yo sé que está vivo…Pasó sus dedos por las teclas del piano para intentar una tonada. — Escucha, Clara, él es necesario, muy necesario…

— No, Heinrich, tú no entiendes. Ya son cuatro veces con esta historia… yo te dije, voy a llamar al Dr. Trahn de inmediato… ¿A dónde vas? ¡No me dejes aquí hablando sola, Heinrich!

Desaceleró, estaba entrando hacia la avenida. Más adelante se veía el semáforo en rojo. Una franela sin color definido le tapó la visión, en pocos segundos un brazo frotó con avidez el parabrisas y luego extendió una mano. Heinrich metió la suya al bolsillo.

— Gracias, caballero…

Heinrich alzó la vista para verlo, el hombre contaba las monedas, sus manos eran finas y pecosas. Vestía un sacón mugriento, la barba encanecida le cubría las mejillas. “Es él...”. El hombre volvió a la vereda esperando otra luz roja. Sus párpados arrugados escondían el color de sus ojos.  “Esta vez sí estoy seguro”. El semáforo ya había cambiado a luz verde. El auto detrás suyo tocó la bocina para que avance.

 

***

— ¿No desea usted que le llame un taxi?

— No, no  doñ…señora, faltaba más.  Gracias, señi…señora, gracias también por el chocolatito caliente, y disculpe, yo… yo no sabía.

Ella asintió con la cabeza, luego alzó la barbilla y con una sonrisa dura lo llevó hacia la puerta de servicio. Las mayólicas blancas de la cocina reflejaron sus siluetas.

—Mi esposo tiene… cómo le explico, una imaginación muy desarrollada. Eso es…. No es que esté demente, no, no. Evitémonos molestias, la próxima vez usted no debe aceptarle nada, ¿entiende?

 

***

Heinrich hizo la señal para doblar en la esquina siguiente. Iría por la paralela, en dirección contraria, así volvería a ingresar a esa parte de la avenida. Había tanta congestión que le iba a tomar varios minutos. La garúa continuaba.

Heinrich nunca lo supo, pero más tarde pensaría que siempre había sabido que allí lo iba a encontrar, cerca de la embajada alemana.  Volvió a hacer la señal para doblar. Entró a la avenida justo cuando el semáforo cambiaba a luz roja. Una franela sin color definido le tapó la visión nuevamente, en pocos segundos un brazo claro y arrugado frotó con avidez el parabrisas, luego, de forma mecánica, le extendió la mano. La emoción le hizo palpitar el corazón. “Tú no me entiendes, Clara. Esta vez sí es cierto”. Los párpados cansados mostraron esta vez un par de ojos azules, bellísimos ojos azules. La mano pecosa y arrugada tenía los dedos ágiles.

Heinrich metió la suya al bolsillo…

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Biografía
Rocío Uchofen

(Lima- Perú) Estudió Lingüística y Literatura en la PUCP y una maestría en Inglés en CUNY-CSI. En 2019, recibió una micro-residencia en NYPL de The Poetry Society y participó en  The Americas Poetry Festival of New York. Finalista del premio FILLT de testimonio (TUFTS University 2020) con “Bay Ridge”. En el 2022 ganó el primer puesto en el concurso En concreto/almas urbanas, organizado por el PEN-Chile. Ha organizado la antología: Intervalos: 12 narradoras peruanas, y varios proyectos narrativos gracias a incentivos del Departamento de Asuntos Culturales de la ciudad de Nueva York (DCLA): Staten Island, mi historia, Todos podemos escribir un cuento, Puentes, Nuestras historias y acaba de recibir un incentivo para un nuevo proyecto literario a darse a mediados del 2025. En el 2004 publicó el libro de cuentos Odalia y otros sin esquina. En el 2021 publicó el libro de prosa poética Staten Island personal/Personal Staten Island; el libro de cuentos La irrealidad y sus escombros. En el 2023 publicó Solo para insomnes y en el 2024 Suburbano Ediciones publicó una versión extendida para Estados Unidos de ese mismo cuentario. Rocío también ha publicado los poemarios Liturgias Clandestinas, El Oscuro laberinto de los sueños, Geometría de la Urbe  y Typewriter, ink, memories and rhythm. Dirige el webzine Híbrido Literario desde el 2002.  Desde el 2017 tiene un programa cultural llamado también Híbrido Literario en Maker Park Radio, Staten Island, Nueva York.

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